lunes, 4 de mayo de 2009

Dos poemas de Efer Soto


Efer Soto

HOTEL TREBOL

Estábamos en el hotel mirando el techo blanco,
tal vez esperando a la Muerte
un terremoto, un meteorito,
que un planeta impactara con la Tierra
y de una vez acabara con la raza humana, no sé.
Desamparados como dos aves bajo la lluvia
a pesar de que la ciudad ardiera por el sol,
fue cuando me sentí por primera vez poeta.
No está bien decirlo, pero es lo que pasó.
Tal como Roberto Bolaño y Lupe en el hotel Trebol
escritor Chileno y su amante de 17 años.
Conversábamos, y ella escuchaba atenta
mis confesiones de amores perdidos,
mis pensamientos cobardes de suicidio,
mis días febriles de estudiante,
pero era demasiado, ella necesitaba desfogar.
Entonces me contó sobre su hijo.
Había quedado embarazada a los quince
pero a diferencia de Lupe,
ella había tenido la valentía de “parirlo”
y desprenderse de su amor
para obsequiarlo a una buena familia.
Fueron sus palabras.
Era muy extraño el techo del hotel,
posiblemente
fijar la vista por mucho tiempo
y confesarse a la vez
podría llevar a cualquiera al suicidio,
fue lo que pensamos y entonces
usamos los cuerpos para callarnos.
No era otra cosa.
Era el amparo.

NO VOLVERÁ

Recuerdo con ternura las maravillas de mi infancia,
cuando recorría los prados acompañado del canto fino de una orquesta de aves que alegraban el día.
Recuerdo los platanales, las papayas, los cañaverales y los enormes campos de cebada que bailaban con el viento bajo un cielo azul, adornado por el sol dorado que cruzaba con tanta envidia de la belleza de esa tierra.
Pero, la voz que surgía del suelo me decía
-a esta hermosa tierra no has de volver más que a tu descanso eterno.
Mas no se trataba de un regreso físico porque todo ello pronto acabaría por la irresponsabilidad humana, si no, de un regreso a su edificación en algún lugar de la memoria.

Poemas de Roy Dávatoc


Roy Dávatoc

Tocan la puerta.

Tocan la puerta; mujer,
la puerta que nadie atiende hace años,
la que tiene bolsillos como los pantalones
y late condenándose cuando te ausentas.

Tocan ocultos con el amor de dos niños
mientras la tarde cae celosa
con lluvia de palomas,
prisionera de amargura y de distancias.

Pero entre tú y yo
solo existen segundas criaturas;
todas en puntillas junto al muro,
con hilos negros sobre las faldas.

Y ahora
que todos los desánimos se han marchado,
se quedan contigo mi alma
mi voz
y mi palabra.

Inocencia.

Debe hacerse la luz para nosotros
mientras los demonios consumistas
están durmiendo
entrepernados
en sus butacas de cuero fino; le dije.

Me lanzó una mirada indecisa
y frunciendo en ceño
se alejó a servirse un poco de tequila.

Me dijo que él no tiene altar ni patria
y no espera inmolarse
por un sudario que no es el suyo,
pues cree que al final
hasta las estrellas sangran en compañía de los pétalos sin luz
cree que el rocío
es el nombre de una mujer que le gustaron las flores.

Hay algo...


Hay algo en el temblor de tu discreto carmín

Walter Lingán

Este es un intento más de empezar a escribirte y no sé cómo hacerlo. Quizá deba saludarte primero con un elocuente Te amo, mi princesa. Te amo, mi reina reinante. Quizá decirte cosas directamente como que Me gustan tus pechos dulzones, que Me transtorna la densidad enmarañada de tu matita ensalvajando tu sexo, que Enajena mis sentidos el vibrar de tus caderas o el roce de tu tanga bajando por tus muslos. Tal vez sea mejor decirte que en estos días la figura más constante que he tenido de ti es la de una muchachita de mirada palomilla entre distraída y penetrante, de labios rosados proteícamente provocantes que de pronto se tornan sonrisas tenues, suaves, élitros en medio de un rostro que arrastran sin embages a soñar contigo envueltos en las sábanas de tu piel.

Una chica con una minifalda azul y unas piernas soberamente estupendas está junto a mí en al estación del bus situada casi a la salida del hospital. Me inquieta su nerviosismo, el constante mira-mira a su reloj como quien dice sin decir nada Estoy tarde, díos mío. Carajo, voy a llegar tarde. Ese deambular desesperado me recuerda nuestro primer embarazoso encuentro en el aeropuerto. Tú sonrojando ante mis ojos coquetos que te tragaban, que te desnudaban y se metían en tu alma como un taladro sediento. Ese beso urgente y necesario entre frutas y alimentos empaquetados que exhibía el supermercado y que aumentó el rubor de tu rostro y el temblor de tu carne. La muchacha gira, mira una y otra vez su reloj. Tengo la sensación que quiere marcharse, dejarme solo en el paradero, sin embargo se queda, como si tuviera los pies pegados al pavimento o le pesaran algunas toneladas.

Y si se fuera, me pregunto, yo no podría ir tras ella, me contesto, más bien pensaría en ti, me pondría a imaginar como la noche traga tu figura. Pensaría en la lejanía, en los miles de crecientes kilómetros que nos separan. Evocaría la ciudad donde habitas y sus calles arboladas y casi vacías. Claro, yo tampoco podría irme, imposible largarme sin ti, mi reina, mi vida, los lobos de la noche me devorarían. Tú eres mis salvoconducto en las fantasmales oscuridades. Por eso tengo el deber ineludible de decirte que tú eres mi muralla defensiva, la mano que levanta mis esperanzas, la luz que se hincha al final del túnel. Es que tú eres, sin duda alguna, la mano que encenderá la luz de la esperanza en los albas venideros.

Los minutos corren a razón de sesenta segundos de deseos voluptuosos y se hace tarde, anochece velozmente en mi corazón, aunque creo que no es tarde para amarte, nunca será de noche para decirte en el oído que eres la flor que cultivo en el jardín de mis sueños, que soy el jardinero que cuida y alimenta el rosal de tus besos y caricias. Además, aunque me digan que es ridículo, un tanto melodramático declararte mi amor, enviarlo en los susurros del viento, en el eco de la lluvia que ahora cae y me moja el cabello, te amo más allá de las cordilleras, de los desiertos, de los ríos y en el lugar más claro de la luna. Y aunque el frío me reduzca a brisa mi voz está contigo en el bus que te lleva a casa luego de salir de tu trabajo.

En el gimnasio la gente entra y sale, a pesar de los sudores no hay efluvios malignos. Terminada mi sesión de ejercicios, me cambio lentamente, pero sin llegar al exhibicionismo de algunos que se desnudan y caminan hacia la ducha con aires marciales de tener buen culo y un sexo envidiable. Salgo a la calle y el cielo sigue llorando inconsolable. De pronto una tristeza enorme me atraviesa hasta los huesos. Otra muchacha, envuelta de negro absoluto, camina a mi lado. Miro sus zapatos, sus tobillos, intento adivinar el arco de sus caderas y el bamboleo de sus senos. Sus ojos miran a uno y a otro lado, pero no me miran, no ven que yo la miro con curiosidad. Entonces me asalta tu mirada, me trepan tus besos sin escalas ni parametrajes y silvo los gemidos de Yo te amo... yo tampoco, Je, t’aime, princesita. Te veo bajar del bus y caminar distraída por esas calles semioscuras que te llevarán a casa.

Bajo las escaleras que me conducen al subterráneo donde queda la estación del tranvía. Miro el teléfono móvil y me cercioro que nadie ha llamado ni ha enviado un mensaje. Una muchacha baja apurada haciendo retumbar los metales de las escaleras con sus tacones. Entonces tengo deseos de tener tu blusa con el escote más atrevido, tus pantys más sexys, tu tanga más exótica y diminuta, tu falda con el corte lateral para mostrar la firmeza erótica de tus muslos y también se me ocurre ponerme tus zapatos con los tacos más agudos, cruzar mi pecho con tus sostenes a manera de cananas y pintarme discretamente los labios con tu carmín preferido. Y claro, quisiera pedirte permiso para serte infiel, o sea, amar a tu sombra, a tu recuerdo y a esa mujer que en ti aún no he descubierto o que me sorprende cada vez que nos encontramos. Después escribir algo así como que soy el muchacho malo de la historia, el que fornicó con tres mujeres y le sacó cuernos a su mujer. Pero viene el tranvía y olvido estos antojadizos anhelos y pienso en tu boca, en tus besos, en el sabor de tu cuello y el perfume de tus cabellos.

Me siento y a los pocos minutos ya estoy cabeceando, aunque el instinto me mantiene alerta para no pasarme de paradero. Siento la pesadez de los párpados. Pienso en tu sexo y sonrío, ah, me toca bajar. El viento barre la calle y la suave lluvia escarcha mi cabeza. Me duelen los pies y cuanto quisiera calzar tus graciosas zandalias de casa. También deseo hacer pis y acelero el paso, mis zapatos resuenan en las calles mojadas sin el habitual zapateo de cientos de transeúntes. Ya en casa voy corriendo al WC. Qué alivio expulsar los orines como un chorro humeante que estabas estancados en la vejiga. Me pongo cómodo, no sé si beber un té frente a la televisión o frente a la computadora. Finalmente decido escribirte, o por lo menos, volver a intentarlo para decirte que te extraño, mi conejita más amada.

A duras penas logro abrir mi pecho, mi alma es una loca campana llevando en sus sonidos mi mensaje. Te digo que respiro tu valor y bebo la fe tuya en el hueco de tus manos. Me alegro saber que despiertas amándome como yo te amo, que eres la amiga que me comprende sin restricciones, la mujer que me ofrece refugio cada vez que mis fantasmas me persiguen, la amante que arde en todos mis deseos, la esposa que me ofrece su hombro en el instante más oportuno, la novia que me envuelve con los paños de su tierna timidez, la prostituta que se aviene a todo el arsenal de mañoserías con la dulzura de las noches más calientes.

Ya no encuentro más palabras ni adjetivos para decir con mayúsculas cuanto te amo o decir simplemente ICH LIEBE DICH princesita mitad ángel y mitad demonio. Warmi, ¿imatataq mosqokuranki chisi? Yo siempre sueño contigo sonqito.

Dos poemas desde Cañete


Erick Sarmiento

TRANSEUNTE INCORPORADO

Llapantan ccahuany, lo veo todo,
Y lo que no, lo siento,
Lo siento en los poros saturados de escombros:
Aliviados de una pena injustificable
Cruzan umbrales desolados, compungidos,
Adentrándose en silencios voluminosos, taciturnos.
Exponen secuelas hirvientes, monótonas:
Acelerando sus figuras anoréxicas
Con un rayito de esperanza.
(A lo lejos todos somos invisibles)
Al final, el mismo susurro de suela
Sigue rondando en mi cabeza.


AL MEDIO DIA

Los olores copulan al medio día
La carne es envenenada, olvidada y estirada
Al medio día.
Al medio día la brisa les devuelve
Su recuerdo azulado.

-todo es un loquerío-

Las moscas no distinguen nada
Y los metales siguen siendo acariciados
Como a una madre.

Breviario


El ave
Alberto Zelada

Descendió del cielo como respondiendo a un llamado. Nadie sabe de dónde apareció. Pero al mediodía ya estaba allí haciendo su sombra espiral y encerrando cada vez más a Nicolás que, tendido en medio de la plaza, no se percató de su presencia.
Trazó los últimos círculos y se detuvo cerca al cuerpo. El hombre parecía dormitar. Un periódico ambarino cubría su rostro del furor de la canícula.
El ave dio unos saltitos y examinó la escena. Sus ojos de negro brillante escrutaban a Nicolás que parecía inmóvil. Meneó la cabeza. Erizó las pequeñas plumas de su nuca y abrió las nocturnas alas. De pronto, con toda la majestad de saberse dueño de la situación, tronó con su voz.
Le vi acercarse. El hombre seguía quieto. ¡Nicolás!, grité.
Con algo más de confianza, el ave se le acercó. Yo sentí un escalofrío. Como si temiera lo peor.
Una ráfaga de viento se llevó el periódico y descubrió la faz de un hombre viejo. Una expresión cortada se dibujaba en su ajada tez. El ave se encaramó sobre su pecho.
Nicolás, Nicolás; despierta de una vez. Mira que estoy lejos y no puedo hacer ya nada por ti.
Entonces yo, Nicolás Ariaga, tuve que presenciar cómo le iban sacando los ojos a mi cuerpo muerto.

Alberto Zelada. Pacasmayo, 1977. Radicado en Trujillo. Es ingeniero mecánico. Publicó en la plaqueta Equinoccio. Es miembro del grupo “Legion” de Trujillo. Ha publicado también en las revistas Remolinos y Reflejo.