martes, 26 de agosto de 2008

¿Dulce amor?



UN DULCE MAL ENTENDIDO LLAMADO AMOR


por Pedro Lemebel



El chico era guapo, un bombonazo de 20 años que parecía actor de teleserie, de esos figurines masculinos que aparecen en las revistas. Y Lucas era un buen actor conquistando a esa chica mustia que se enamoró de su pelito rubio castaño miel, que al sol daba el mismo viso oro viejo de la tintura Kólestón. Pero los cabellos de colores están de moda, los jóvenes también se tiñen el pelo. Y qué importa, si ella lo ama igual y le salta su corazoncito de tenca cuando lo ve, cuando sabe que va a llegar caminando arqueado con su bluyincito de marca, que le marca toda su humanidad. Con su polerita pegada al talle, como un guante de algodón que empapa el sudor de su guatita, de sus pelitos castaños que se le asoman ombligo abajo. Ella lo ama y no importa más, lo ama incondicionalmente, sin saber realmente qué es lo que le gusta del bello Lucas, el medio mino, tan quebrado en su manera de tomar el cigarro y levantar una ceja a lo James Dean. Y ahora que lo piensa, es igual a James Dean, a Jim Morrison, a Di Caprio, a todos juntos en un solo muchacho de tierno mirar.

Lucas es precioso, y ella una niña simple quitada de bulla, que se extrañó un poco cuando se le declaró, porque de seguro a Lucas le llovían las chicas bellas, de todos los estilos, de todas las edades, de todas partes siempre lo estaban mirando. En la calle, en el cine, en la disco, en el parque, cuando va con ella de la mano las mujeres se dan vuelta a mirarle el culito. Pero Lucas no está ni ahí, porque ni siquiera las ve, y sólo tiene ojos y atención para ella que lo adora, que lo peina, que lo acaricia como a un bebé en sus cálidos brazos. Y a Lucas le gusta sentirse así, amado y necesario para una niña común, una chica que no es fea, es agraciada y simpática, pero todos sus atributos palidecen junto a ese dios nacarado, hermoso como un sol. Y tal vez a todos los hombres bellos les gusta dejarse querer así, dejarse mimar, dejarse regalonear sin hacer ningún esfuerzo en la tranquila balsa del Edipo amor.

Pero una tarde en que ella lo esperaba en su ventana, mirando caer las hojas que alfombran el parque, le pareció distinguir su figura entre los árboles conversando con un desconocido, le pareció reconocer su cuerpo varonil acinturado por el brazo de aquel extraño. Y ya más segura, identificó a su bello Lucas tan contento, tan feliz abrazado a ese hombre, que tal vez era un viejo amigo. ¿Por qué no?. Un compañero de colegio, un vecino de su barrio, un amigote de farra. Total, a Lucas lo quiere toda la gente, que lo saluda, que lo toca, que lo abraza cariñosa. Pero nunca tan apretado, nunca tan cerca, se dijo ella viendo como la pareja buscaba la sombra de la foresta. Viendo como la mejilla de aquel extraño rozaba la de Lucas, buscando su boca, mordiendo su rosada boca en un beso mojado y sin salvavidas. Nunca tan amigos, pensó ella, mientras un velo de lágrimas le enturbiaba el paisaje. Nunca tan amigos, se repitió cerrando la cortina, sabiendo que nunca más lo volvería a ver.

Y de Lucas nunca más se supo. Acaso presintiendo el descubrimiento, nunca más volvió donde ella, la chica descorazonada por aquel mal entendido llamado amor. La chica simple que, al pasar el tiempo, pudo perdonar al bello Lucas, repitiéndose incansable que tal vez ese hombre era un amigo, que eran sólo amigos hombres que se dejaban querer bajo la sombra otoña y bisexual de un parque.

(Este texto esta basado en la canción “Lucas” de Rafaella Carrá)


Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1955) inició su participación activa en el medio cultural de su país en 1987, con el colectivo artístico Las Yeguas del Apocalipsis. Hoy, veinte años después, Lemebel es uno de los escritores más notables de Chile. Sus crónicas de temática y atmósfera ligadas al mundo gay en confrontación a las normas sociales, han trascendido las fronteras sureñas para ser reunidas en más de un libro: La esquina es mi corazón (1995), Loco afán, crónicas de sidario (1996), De perlas y cicatrices (1998) y Zanjón de la aguanda (2003); Lemebel también ha escrito la novela Tengo miedo, torero (2002) y el libro híbrido Adiós mariquita linda (2005).
Nota: Agradezco la colaboración del escritor Pedro Lemebel por su generosidad al contribuir con la edición de éste blog, lo cual llena de mucho valor a nuestro arduo trabajo de querer contribuir al crecimiento cultural de éste país.

Un poema a las chicas malas

El poema que acabo de postear saldrá próximamente en la revista de literatura: "los zorros" en su edición número 7. Acá los dejo con el poema:

El encanto de las prostitutas


Teófilo Villacorta Cahuide


¡Y nosotros que palpábamos
el encanto de las prostitutas
con el movimiento frenético de nuestros cuerpos!

Adolescentes éramos
y los burdeles olían a mar, a bonanza.
El perfume sagrado de las cervezas
movía la gracia de estar allí, copulando
con la desbaratada risa de unos labios encendidos
y el sabor de un rancio poema de amor
trágico
como la leche cortada de mi pubertad.

Allí aprendí a navegar
en ese ondular de cuerpos desnudos
que a veces tiene olor a muerte.

Allí encontré la belleza de un instante
el beso ebrio e inconsciente
la paz en medio del jadeo.

Allí, en la incongruencia de amar lo absurdo,
encontré la puerta a la realidad
la sinceridad del alma desnuda
en esos cuerpos que me dieron su goce furioso
efímero
pero marcado por la navaja de la memoria.

Y nosotros, ampulosos, corríamos con el salario
sobre ese piso de espuma olorosa
donde bailaban sin calzón y sin corpiño
reventando de placer en esa túnica alabastrina
que volaba con la música alargada
adherida a nuestra tímida desnudez.

Ese delirio fugaz era el cielo, bajando
con la última gota
de nuestra imberbe secreción.

viernes, 22 de agosto de 2008

EL MISTERIO Y LA FURIA


El líder de las barras bravas se mató jugando a la ruleta rusa

Por: Luís Miranda


Misterio apoyó el revólver detrás de la oreja, tiró del gatillo y se derrumbó en la cama. “No te juegues así. Levántate, huevón”. Los cinco chiquillos que se habían amanecido con él bebiendo en su cuarto de Jesús María sintieron de golpe que el alcohol dejaba de hacerles efecto. Cuando lo levantaron vieron un charco rojo en el cubrecama. No era broma. Misterio se había matado.

Eran las 8:30 de la mañana del sábado 7 de junio de 1997. Estaban celebrando el aniversario de la Barra de Oriente. En el piso se veía restos de pollo a la brasa al lado de un par de botellas vacías de ron Pomalca blanco y un whisky James Martins. Minutos antes, Misterio había sacado del ropero su enorme Taurus calibre 38, que había conseguido hacía menos de un mes. Descargó cinco balas y las arrojó al suelo. Dejó una en el tambor. Los muchachos, de diecisiete a veintidós años, no querían mostrar miedo. En diciembre del año pasado Rukely, miembro surcano de Trinchera Norte y amigo de Misterio, se había destapado el cráneo jugando a la ruleta rusa. ¿Quería imitarlo?Misterio llevaba su foto en la billetera. En sus momentos de alcohol y sentimentalismo inevitable, la contemplaba. Tenía fea borrachera, asegura uno de sus amigos. “A ver, quién es capaz”, dijo, valentón, y se pegó el primer gatillazo en la sien. Sin bala. Él no tenía miedo, carajo. ¿Ellos sí? El arma apuntó el estómago de uno de los muchachos. Hizo click. Otra vez sin bala. Oe, loco, no te juegues así. Orgulloso de su arrojo, Misterio viró el arma contra sí mismo y apretó. El proyectil salió por el otro lado de su cabeza ¿Lo habría hecho a propósito? ¿No notó que la única bala del tambor se había acomodado para matarlo?“Su sueño de toda la vida fue tener una pistola –dice su prima Karín Angulo–. Una pistola o una moto. Le decíamos: si te compras la moto, cómprate también tu ataúd, porque, como era loco, pensábamos que se iba a matar. Pero se mató con la pistola”.
Fue un sueño que pudo comenzar cuando, en octubre de 1995, dibujando con pintura en spray las letras que anunciaban el nacimiento de la barra de Lurigancho, un sujeto que se declaraba hincha del club Alianza Lima disparó desde un automóvil en marcha y mató a Caradura, su mejor amigo, cuando en realidad el proyectil había estado dirigido a Misterio. En el ropero del cuarto que compartía con su abuela, en su casa de Mangomarca, San Juan de Lurigancho, hay una diminuta inscripción: Caradura vive en mí. Está escrita con tinta roja.
O que pudo iniciarse con un deseo de venganza, cuando luego de robarle el polo de franjas azules a un aliancista, dos meses después de la muerte de Caradura, mientras apoyaba a la gente de la Turba en Magdalena en una pelea de pandillas, se agarró a puñetazos con un policía y recibió un disparo a quemarropa. Tuvo suerte. La bala no tocó ni arterias ni huesos. Pero le quedó el dolor del maltrato en el hospital y en la delegación. Y, lo que le daba más rabia, él estaba desarmado.
La noticia empezó a correr de esquina en esquina por todos los barrios peloteros de Lima. Misterio, el presidente de la Trinchera Norte, uno de los líderes más recios y queridos del submundo de las barras bravas, se había suicidado con su propia arma. Desconcertante. Todos recordaban haberlo visto alegrón, vociferante y atareado con las responsabilidades que demanda la presidencia de Trinchera. Realizar coordinaciones con la directiva del club Universitario de Deportes, comprar pasajes para que la barra pueda viajar a provincias siguiendo al equipo crema, repartir entradas al Estadio entre los treintaiún jefes de barras distritales, visitar auspiciadores y, sobre todo, liderar el trabajo más entretenido: la organización de la barra para que sea el duodécimo jugador de Universitario, inspirarla, motivarla con palabras, cánticos y diversas sustancias antes de ingresar al estadio.
También, y ése era el fin jamás oculto de la Trinchera, preparar el frente de guerreros para golpear, patear y escupir a los hinchas de los equipos enemigos. Haciendo esto se le podía ver en su entera dimensión: era un parador nato, un cabecilla que iba a la vanguardia de su gente sin retroceder jamás, capaz de matar por su equipo, su gente, su barrio, si hubiera sido necesario. Por eso lo respetaban.
Lo recuerdo con nitidez. Nunca lo vi riéndose. Me saludó con un breve movimiento de cabeza el par de veces que me lo crucé en la antesala de la revista donde me ganaba la vida. Era pata de uno de los editores. Le respondí igual. Lo veía con más frecuencia a la puerta del edificio, en la reja de la Bolsa de Valores. Pero ahí nunca saludó. Un compañero de trabajo interpretó que él lo miraba con odio. En realidad miraba así a todos. Tenía ojos de loco. Entonces pocos sabían quién era Misterio.Dos muchachos llegaron a la sencilla casa de tres pisos en calle Los Keros de Mangomarca a dar la mala noticia. La familia se quedó muda. ¿Se había matado? Desde que tienen memoria, tía y tío Angulo Marchand sólo habían recibido quejas de su hijo adoptivo y sobrino. Lunas rotas, muros pintarrajeados, fugas del colegio, broncas, rebeldía, secundaria inconclusa, drogas, pésima reputación en el barrio, robo de un objeto religioso, más broncas. Mientras los cuatro hijos de la familia se portaban como angelitos, el adoptivo realizaba estropicios por todos ellos juntos y más. Ahora recibían una noticia que era como una boleta de mala conducta que tarde o temprano iba a llegar: alguien de la familia debía ir a la morgue del hospital Loayza para reclamar su cuerpo, pues se había matado con su propia arma, la misma arma grande y pesada que dió a guardar a su prima Karín las pocas veces que visitó a su familia en la casa de San Juan de Lurigancho.Ella quiso disponer los servicios mortuorios. Llevó a la morgue un polo de la U porque creyó que era lo justo, un jean y una camisa que halló por allí, refundida, pues Misterio se había mudado hacía veinte días al cuarto de la calle Mello Franco, en Jesús María, llevándose casi toda su ropa, diciendo que la barra iba a pagarle la habitación, en medio de una sensación de estar yendo por fin a un lugar donde nadie le reprocharía sus horarios de lacra social.De hecho, siempre se las había ingeniado para disfrutar de libertad. Trabajó desde muy pequeño para comprarse su propia ropa, como si la dignidad y el orgullo fueran cualidades innatas, algo que no le dejó volverse un niño tímido, que lo hizo, al contrario, un muchacho resuelto. Nacido para la calle, donde estaban los negocios y la vida.La niñez de Misterio o Percy Rodríguez Marchand, como lo bautizaron sus padres, no fue muy afortunada. A los diez meses de nacido su madre murió de un triple paro cardiaco. Le habían recomendado no procrear, pero la joven de veinte años corrió el riesgo. Al poco tiempo, su padre lo abandonó. La familia de su madre se hizo cargo del bebé. Percy se crió con sus tíos como quien vive en un hogar prestado. A pesar de que toda su familia simpatizaba con el equipo de Sporting Cristal, especialmente su padrastro, trabajador de esa compañía cervecera y favorecido con acceso gratuito a los enfrentamientos del equipo celeste, al niño le bastó una vez el juego de Universitario de Deportes para convertirse en un vehemente hincha. La U no era un equipo frío, calculado, sino lleno de pasión y sentimiento. Esas cualidades lo marcaron, recordaba Misterio. A los diez años se escapó del colegio para ver jugar a su equipo en el Estadio Nacional. Siempre se las arregló para no pagar el ingreso. Por las buenas o las malas. Hasta que la policía lo capturó una vez con mil entradas. Tenía doce años. ¿Cómo las consiguió? Su familia lo trasladó a un colegio religioso, pero no tardó en ser expulsado.

Durante unos meses fue jugador de fútbol y su ímpetu más que su virtuosismo lo llevó a estar en el equipo de reserva de Universitario, pero la detección temprana de un soplo al corazón lo hizo renunciar al juego profesional.
Misterio empezó a jugar por la U en otro tipo de canchas. Conoció los hinchas de barrios más aguerridos, El Agustino, El Rímac, y se hizo conocedor de sus maniobras. Se ganó el respeto desde que le sacó la mierda a un pavo, apelativo que reciben los fanáticos del Sporting Cristal, que se atrevió a gritar gallinas a su mancha que tomaba sol en una esquina. En un día memorable, conoció a los fundadores de Trinchera Norte, un grupo de hinchas con antecedentes que surgió en 1988 como reacción ante la pasmosa mansedumbre de la Barra de Oriente de la U, que jamás enfrentaba a los comandos aliancistas, dando sustento a su apodo de gallinas. Hizo suya su consigna: defender el honor crema a cualquier precio.
Pero pronto conoció la decepción. Le molestaba hablar de eso, pero no desconocía los manejos corruptos de los dirigentes de la barra. Cuando tuvo la oportunidad, presentó su postulación a la dirigencia de la organización juvenil. En 1997 consiguió ser elegido presidente de la Trinchera Norte, con un notable apoyo. Su entusiasmo en la presidencia contagiaba. Su bondad sorprendía. ¿No era él quien pedía dinero a los jugadores del equipo crema para que la barra famélica tuviera qué comer en las horas previas a los partidos? Soñaba con quitarle la fama delincuencial. Sólo soñaba. Porque las calles, luego de los partidos, eran campos de batalla. Si no te defendías, te masacraban. Además, la gente inevitablemente quería bacilarse y no siempre había plata para hacerlo. Y el dinero a veces estaba en los bolsillos equivocados.Karín encontró el cuerpo desnudo envuelto en una bandera crema. La Trinchera ya se había ocupado del cadáver. Pidió al hombre de la funeraria que vistiera a su primo muerto. Pero tuvo curiosidad. Examinó las heridas. Tenía el ojo izquierdo negro y un agujero de entrada detrás de la oreja y otro más hacia el extremo opuesto del cráneo. El hombre atractivo, viril, que había sido su primo lucía indefenso en un ataúd. Pese a su fama de mujeriego, mantuvo una relación de siete años con su enamorada Giovanna, también de Mangomarca. Planeaban casarse. Percy se había comprado un juego de muebles, una cocina, un vhs y un juego de comedor. El dinero que ganaba en la Bolsa de Valores, donde había aprendido a pasar acciones para ganarse el pan, era lo mejor que había recibido de otras manos en su vida. Antes se había roto el lomo como mecánico de la empresa cervecera Backus y había quemado suelas como vendedor callejero de libros y cadenas de fantasía. El progreso le llegaba a los veintiséis años en forma de electrodomésticos, cable, una Taurus calibre 38.

Le faltó la moto.Karín estaba sorprendida. Veía largas colas de chiquillos estacionadas ante la casa durante el velorio, adolescentes que lo lloraban sin consuelo, cantándole a coro Misterio vive en mí, Misterio vive en mí, Misterio vive en mí, era para lagrimear de pena y de emoción. Pena y emoción exageradas cuando unos jóvenes, inspirados por algo inexpicable, sacaron la tapa del ataúd, abrazaron el cuerpo rígido de Misterio y le pusieron el polo crema de la barra de Agustinorte y, cuidadosamente, una viscera con el emblema de la U; la familia dejándolos hacerlo, como si el muerto no fuera de ellos sino de todos esos muchachos alcoholizados que moqueaban sin consuelo como si se les hubiera muerto el papá.
Dos días velándolo. Karín seguía sorprendida. Se acordó que la única vez que vio tanta gente en casa fue cuando Misterio cumplió veinticinco años. Hizo una anticuchada, llegó toda la Trinchera y ella, buena negociante, vendió cuarentaiocho cajas de cerveza. Al siguiente día misa de cuerpo presente en el estadio Lolo Fernández. El cura oficiando seriote y profesional. Luego, la vuelta de despedida al gramado, los huérfanos colgándose del cajón, coreando no se va, no se va, Misterio no se va. Pero la familia angustiada porque el entierro pagado por un canal de televisión en el cementerio Parque del Recuerdo estaba programado ese mismo día para las cinco y ya eran las cuatro y cuarto de la tarde, y la chiquillada no dejaba subir el féretro a la carroza para que su cabecilla no terminara de despedirse. Engañándoles el lugar del sepelio, porque no había espacio para tanta gente en el camposanto. Finalmente, el cajón descendiendo despacito al fondo de la fosa en olor de gloria, amigos cubriendo el ataúd con una bandera crema de quince metros y gorras y flores. Para el líder muerto por una temeridad y por una estupidez.
Duda cruel cruzando las cabezas de los familiares. ¿Alguna vez tendremos nosotros un entierro así?

Poesía Urbana


Umbral

Augusto Rubio Acosta


Se internó en los basurales
del rico Progre
( al fondo hay sitio )
se acercó a los pasteleros del reservorio
para preguntarles por Dios
sospecharon de la ingenuidad de sus palabras
del reportaje hirviendo
de los abismos de sus vidas…
¿Quién mierda eres para hablarnos
de los últimos tronchos del verano?
¿por qué preguntas por la soledad de los cañazos
en la refri abandonada de tus días?...


Un día causa
nos dijeron:
“nunca se acuesten en los pasadizos”
(por ahí caminan vivos y muertos)
“jamás confíen en los periodistas”
(esos cojudos que lo cambian todo)
por eso jateamos aquí
sobre el colchón de panca
y nuestra muerte joven
aquí estamos
vivitos
gritando
( y fumando rico )
sobre esta pampa
edificaré mi casa
( soli )
adentro florecerán mis yerbas
y habrá de macerarse
el amargo licor de nuestra historia.
Pero ¿a quién le importan
( reportero )
tus poemas de pollada?
¿a quién carajo las patrañas
culturosas y cojudas de tu vida?...


Se internó en los corralones
de la noche
para preguntarse
si esa terca soledad aún lo habita
o si ya es indubitable
el tiempo la certeza
la pisada
de su nueva vida.